El día 5 de marzo
de 2012 falleció mi abuelo Ángel a punto de cumplir los 95 años. Dice un
proverbio, creo que africano, que “cuando un viejo muere es como si se quemase
una biblioteca”, por este motivo, para que la biblioteca de mis abuelos no sea
total pasto de las llamas y a modo de sencillo homenaje, voy a dedicar esta
entrada para compartir parte de sus vidas. Detalles que ellos y/o mis padres me
han transmitido de ellas. Y es que, a mis abuelos, a nuestros abuelos, les tocó vivir en primera persona
la etapa más dramática de la reciente historia de España.
Mi abuelo Ángel.
Mi abuelo fue panadero, aunque alternó esta actividad con algo del campo. Mi
recuerdo más temprano de mi abuelo es verle en el horno, amasando a mano lo que
luego en un viejo horno de leña árabe se convertía en panes, libretas y barras
de “pan del tío Patatas”, que ese era su mote en Ocaña, su pueblo.
Mis abuelos
tuvieron 10 hijos, de los que 8 llegaron a adultos, fueron malos tiempos los
que les tocó vivir. Mi abuela dijo cuando me conoció al nacer que yo era clavado
al hijo que perdieron en la guerra y que mi abuelo no llegó a conocer por estar
en el frente. Mi padre, achaca a este motivo el que la única vez que oyó a mi
abuelo “cagarse en el altísimo” fue la vez que yo, cuando solo gateaba, metí la
mano en cal viva.
Cuando llegó la
Guerra, a mi abuelo lo llamaron a las filas del ejército de la República y
sirvió como camillero dentro de la Guardia de Asalto. En su cometido como
camillero, siempre recordó al soldado que encontraron con “las tripas fuera
pero vivo”, mi abuelo “se las metió dentro” y le ató como pudo con un alambre o
una cuerda. Tiempo después, su compañero de camilla le contó que se había
encontrado con ese soldado totalmente recuperado de aquello.
Durante la guerra
le tocó pasar por dos de sus grandes batallas: Teruel y el Ebro. De aquel
invierno de Teruel contaba que los pies se congelaban, la carne se pegaba a las
botas y que cuando uno empezaba a reírse de forma incontrolada todos sabían que
ya estaba en la antesala de la muerte por congelación. Del Ebro me contó que lo
que más recordaba eran los bombardeos de los aviones alemanes sobre ellos.
Durante la guerra
se llegó a afiliar a un sindicato, más que por convicción, por un dejarse llevar del
ambiente que tenía alrededor, pero que viendo el cariz de los acontecimientos
salió al campo y entre “dos piedras grandes” tiró ese carnet que solo le podía
traer malas consecuencias si le encontraban “los otros” con él. Antes de acabar
la guerra fue apresado y terminó la contienda en el bando “nacional”.
Una de las
anécdotas que más veces contó mi abuelo sobre la guerra, era la de la noche que
cenaron con el que estaba llamado a ser “El Mariscal Tito”. Este hecho de la
presencia de Tito en España es controvertida entre algunos historiadores, pero
yo aparte del testimonio de mi abuelo, he leído el de los que también le vieron
en Madrigueras (Albacete), el pueblo de mi familia política.
De la guerra lo
único que ganó fue una cuchara que encontró entre las ruinas de una casa por la
que pasaron un día. Siempre comió con esa cuchara, tanto que en palabras de mis
padres el borde terminó afilándose como un cuchillo.
Tras la guerra no
se libró de pasar por los campos de trabajo de África, en los famosos batallones
disciplinarios. De aquello, siempre recordó los piojos que les comían. Contaba,
que estando en las literas, notaban como les caían del techo, y que había uno
que “era muy limpio y a ese le bullían, porque los piojos se crían en lo sucio
pero van a lo limpio”.
De allí volvió, y
se reintegró a la panadería, labor en la que hoy continúa mi tío y alguno de
mis primos.
Mi abuelo Benito.
Mi abuelo murió en 1987, a los 68 años. Sus convicciones le llevaron a
alistarse voluntario con 19 años al ejército republicano, esto no impidió que
llevara cosido dentro del forro de la guerrera una estampa de la patrona de
Ocaña, la Virgen de los Remedios. Le tocó en suerte ser Carabinero en la
sección de Automovilismo. Mi abuelo no llegó a ver el frente ya que le
destinaron a la retaguardia en Albacete. Tras la caída de Madrid y mientras
esperaban a que llegaran los “nacionales” mi abuelo pensó que “mira que estar
en la guerra y no haber pegado un tiro”, así que cogió el fusil y pegó un tiro
al techo de las cocheras.
Tras la guerra
también pasó por los batallones disciplinarios de Marruecos, a fin de depurarle
de sus ideas marxistas y ateas. Allí, o camino de allí, se encontró con un
conocido de Villatobas, un pueblo cercano a Ocaña. Cuando los guardias pidieron
pintores, su amigo salió voluntario por él y por mi abuelo; por lo que me
cuentan, ninguno de los dos había cogido una brocha en su vida, pero gracias a
esa picardía pasaron una estancia algo más “confortable” que el grueso de sus
compañeros. Y es que si algo fue mi abuelo era eso, pícaro, sobre todo en lo
que a comer se refiere. Viendo que allí la sopa de la comida se medía en
función del tamaño del plato de aluminio, se dedicó a darle golpes con la
cuchara al fondo para ir ensanchándolo, así conseguía una ración más amplia.
Tras abandonar
estos batallones, aún fue acusado de crímenes de guerra, acusación de la que se
libró gracias a un Camisa Vieja de la Falange, buen amigo de la familia.
Después de todos
estos avatares consiguió entrar en Renfe, hasta que el Parkinson lo jubiló
anticipadamente, anda que no le gastamos bromas por tener la misma enfermedad
que Franco.